Pastiche Proust

PASTICHE PROUST
No sabría decir en qué momento o en qué circunstancias supe que había un autor francés cuyas novelas podrían llegar a gustarme. Sé que fue en la biblioteca del colegio donde leí de un tirón las primeras ochenta páginas de Du coté de chez Swan. Aquella tarde don Miguel, el encargado de custodiar la biblioteca, se mostró interesado en conocer la novela que estaba leyendo y me la recomendó. La biblioteca no hacía préstamos así que la lectura quedó interrumpida cuando empezó a oscurecer.
Por aquel entonces yo compraba los libros en la librería Isadora que se encontraba en la plaza Margarita Valldaura, muy cerca de la Abadía de San Martín y a espaldas del hotel Inglés. Allí pregunté por la edición de bolsillo de la Recherche. Comprar los siete volúmenes era un desembolso que no estaba a mi alcance. Necesitaba financiación. La oportunidad de obtenerla se presento durante las vacaciones de Navidad. Mis hermanos, que eran a la sazón promesas del fútbol, jugaban por aquel entonces en un club pequeño, en Picaña. En aquel tiempo era frecuente que algún socio del club ofreciera trabajo a los jugadores para complementar sus ingresos. Les ofrecieron coger naranja y a mi madre se le ocurrió que yo podría ir con ellos, aunque no tuviese ninguna experiencia laboral previa. Mi madre me veía, comparado con mis hermanos mayores, con pocos recursos para enfrentarme a la realidad. Demasiado aficionado a las novelas y al cine, trabajar en el campo podría darme la verdadera medida de la dureza de la vida.
Las primeras veces que entré, armado con alicates y capazo, en el laberinto de un huerto de naranjas empleé estrategias muy significativas para poder salir de él y encontrar la báscula. Para recuperar mi posición en el tajo y no confundirme de árbol iba siguiendo rastros artificiales como trocitos del papel de aluminio del que se emplea para envolver bocadillos o en latas y bolsas que el viento hubiera arrastrado. Caminar con el capazo cargado por la pared de una acequia me parecía vertiginoso. Mantenerme razonablemente limpio o no hacerme daño con el filo de la herramienta o con las ramas de los árboles era también harto difícil. Al finalizar la jornada esperábamos el jornal y luego se lo entregábamos a mi madre. Fueron solo dos semanas pero fueron suficientes para reunir el dinero necesario para adquirir todos los volúmenes de la novela de Proust. Los dueños de la librería me aconsejaron también que leyera el Ulises de Joyce y me presentaron la obra de un autor, Juan Gil- Albert, recién salido de su exilio interior y que se presentaba a sí mismo como prustiniano. Ese libro era Crónica General y si alguien quiere saber quien era quien en Valencia durante la primera mitad del siglo XX debería leerlo.
Después vino la lectura. Leer a Proust en la adolescencia es un regalo. El niño que se hace valer de la sirvienta para entregar mensajes desesperados a una madre que no puede interrumpir la velada con ilustres invitados para socorrer esa ansiedad por separación (de unos metros, de unos minutos), las sensaciones asociadas a un trozo de magdalena mojado en una taza de té en Combray y los amores de Swan con una arribista que pasaba los inviernos en Niza, me tuvieron absorto en los meses siguientes y al placer que me aportaban se iba uniendo la impresión desafortunada de que Proust me hacía diferente y único, portador de un mensaje que era opaco para mis compañeros, que no lo leerían nunca y que me convertía en un ser superior. Le temps retrouvé, el último libro, lo leí ya en Burriana, en casa de mi tía Fina y fue allí donde también tuve mi primera crisis asmática, después de tragar agua de mar y padecer una bronquitis que se hizo crónica. Llevar el inhalador en el bolsillo o sumergirme en penosos estados de melancolía me hacía más parecido al autor francés.
Más tarde las cosas no discurrieron por los cauces que habían pronosticado los tests psicológicos y el expediente académico. El adolescente intelectual se convirtió en un joven hedonista hambriento de calle y aventurero, incapaz de someterse a la disciplina que requieren unos estudios superiores. Por aquellos años España se encontraba sumida en una crisis social y económica sin precedentes. Encontrar trabajo no era solo arduo, era casi imposible. Mis hermanos mayores estaban jugando, como ya hiciera mi padre, , en el Burriana y allí, la ciudad natal de nuestra madre, les proporcionaron también un puesto en la recolección de naranja. A esa actividad me uní, como ya había sucedido en el pasado, aunque en esta ocasión sin demasiadas alternativas. Burriana era entonces una ciudad que había optado por el aislamiento, poco desarrollada turísticamente y sin más opciones que el almacén o el campo, pero con un numeroso grupo de millonarios o rentistas sin más ocupación que la de frecuentar el casino, que no era propiamente un espacio para el juego sino más bien para la tertulia o el café. Un lugar en el que estaban muy presentes los rencores de la Guerra Civil y las diferencias de clase.
Los huertos de Burriana eran por lo general más antiguos que los que rodean la ciudad de Valencia y al escasear la actividad industrial o inmobiliaria el trazado de los caminos había variado poco en los años precedentes. En este escenario situaba yo a la soprano Lucrecia Bori, personaje de la Crónica General de Gil- Albert, prematuramente retirada tras sus triunfos en Nueva York y Milán y cuya efímera carrera parece encarnarse en la fugacidad de la de Enedina Lloris, a quien la enfermedad no le permitió consagrarse. En poco tiempo dejé atrás al inexperto jornalero que seguía los rastros de la mano del hombre para orientarse y pronto sabía incluso reconocer, en un árbol sin frutos, cual era la variedad de naranja que producía. Al principio de los ochenta la producción de naranja era un negocio rentable que tenía al mercado europeo como destino preferente y a la clementina de la variedad Clemenules como producto estrella. El mercado interior prefería otra, más pequeña y de un color más vivo que llamaban clementina del terreno.
En una ocasión la colla tenía que recolectar clementina de esta variedad en un viejo huerto que lindaba con el camino de Onda. Digo que el huerto era viejo porque había sobrevivido a la helada de 1946. Una situación meteorológica de vientos siberianos que se prolongó durante días y que obligó a arrancar los árboles de cuajo en una extensa zona de la Plana. Aquellos árboles ennegrecidos por la plaga de la mosca blanca, un insecto que secretaba una sustancia pegajosa que se adhería al cabello, eran los naranjos más antiguos y solemnes que había visto nunca. El dueño del huerto no había procurado su poda, posiblemente en años, y las ramas tejían un tupido toldo bajo el que trabajábamos, subiéndonos a los cajones de madera o reptando por el tronco para alcanzar los frutos más altos. Allí comprendí que para todos existe un pedacito de magdalena esperando su propia taza de te. Una fragancia irresistible, lejana y familiar, perturbadoramente dulce y hermosa, iluminaba el frondoso huerto. Dejé el capazo y los alicates para seguir el rastro de ese olor. Cercano a la casa, escondido tras dos robustos naranjos, había un árbol diferente del que pendía un fruto plano, de piel muy fina, de un color anaranjado más tibio que la clementina, casi amarillento, pero con tonalidades rosáceas: un mandarino. El olor que emanaba me trasladaba al comedor de la guardería que había junto al mercado de San Pedro Nolasco, al recuerdo de mis primeras maestras, mis primeros libros, a las fábulas de Esopo y de Samaniego, a pedacitos de historia sagrada; era el olor de mi infancia.
Tomé uno de aquellos frutos y comí de él. A estas alturas el lector ya habrá comprendido que he tenido ocasión de llevarme a la boca naranjas extraordinarias, que las he comido cuando no había los actuales problemas de híbridos, cuando los dueños cuidaban sus huertos como si fueran jardines y cuando los jornaleros tenían un salario digno.
Pero ninguna naranja tenía tanto de mí como aquella mandarina.
Autor: Luís Miguel Rubio Domingo
Nacionalidad: Española